jueves, 23 de mayo de 2013

HE SUFRIDO DEMASIADO

Que levante la mano quien no haya sentido alguna vez esta reflexión en su interior, o quien no la haya padecido en su vida, o quien no haya tenido algún día de una seriedad doliente o de una sinceridad casi agresiva en el que haya sentido el peso insoportable de la vida en su parte menos agradable.
Que levante la mano quien no haya pasado por un momento en el que el deseo de abandonarlo todo, y abandonarse, no haya tenido una fuerza destructiva e imbatible a duras penas difícil de soportar.
Las manos siguen en el mismo sitio donde estaban antes de empezar a leer.
La mente, no.
La mente se ha ido a buscar recuerdos, a desaletargar ciertos momentos, a ponerse la mueca circunspecta, la voz de la gravedad, la espina del dolor inquebrantable, y a quedarse quieta, y ligeramente escondida, para no volver a pasar por aquel o aquellos trances.
Todos hemos sufrido demasiado en más de una ocasión.
Todos conocemos el sabor cruento de su opresión, la falta de luz y esperanza que contagia, y cómo cercena la ilusión de un tajazo feroz.
El destino del sufrimiento debiera ser quedarse atrás.
Siempre viene cargado de una lección, generalmente demasiado cara –porque pensamos que la podíamos haber aprendido sin tanto penar-, casi nunca aceptada, y en muchas ocasiones incomprendida.
Pero si la misma situación se repite, y se repite el sufrimiento que le acompaña, es que no hemos aprendido la lección.
Y la vida, que es tan sabia, nos volverá a presentar otra situación similar para que tengamos la ocasión de aprender, por fin, y podamos demostrarlo.
No hemos de aceptar al sufrimiento incondicionalmente, ni integrarlo en nuestra vida, ni hacernos sus amigos, ni ahondar y regodearnos en él.
Hemos de dejarle ir.
Llegará, dejará su huella, le exprimiremos la lección, comprenderemos su sentido, se la agradeceremos –sí, agradecérselo-, y la dejaremos partir hacia lo más lejano, llevándose con él, si es posible, su bilis y su rastro de amargura.
Empeñarse en sufrir –con no sé qué innecesario sentido-, convirtiéndonos en modernos mártires, en plañideras reiterativas, en afligidas víctimas, o en almas torturadas, no provoca otra cosa más que alejarnos de nuestro Centro y nuestro Ser, crear una punzante distancia entre yo y yo, asolar cuanta Autoestima tengamos, teñirnos de luto el futuro, y arrancar el brillo de la vida.
La dureza de las siguientes preguntas requiere una respuesta sincera:
¿Para qué me sirve seguir sufriendo?
¿Por qué me empeño en seguir en este estado?
¿Soy consciente de que puedo ver de otro modo distinto esto que me provoca el sufrimiento?
¿A quién de mí –a qué parte o qué ego-, le provoca sufrimiento?
¿Quién de mí –qué parte o qué ego-, se convierte en cómplice del sufrimiento y me mantiene aferrado?
¿Soy consciente de que podría deshacerme del sufrimiento y poner en su lugar música y flores?
Porque el sufrimiento no tiene entidad, no existe.
Es un proceso mental nuestro.
Es un rechazo a la realidad, que no es aceptada porque no se acopla a lo que nosotros quisiéramos.
Sufrir no beneficia en absoluto.
A nadie.
Persistir en ello provoca un grave e innecesario padecimiento, que se puede evitar.
Por respeto a ti mismo.
De ti depende.
(Hay que entender que los seres humanos sufrimos casi siempre. Incluso la felicidad lleva aparejada la opción de perderla y entonces sufrir por ello. Aceptar el sufrimiento, cuando surge, es una buena opción, porque lo reduce, mientras que no aceptarlo lo aumenta. Cuida de distinguir entre el sufrimiento natural por causas naturales y el sufrimiento artificial por causas del ego o del no cumplimiento de ambiciones. Evita los que no son necesarios y son evitables)
Te dejo con tus reflexiones…
Francisco de Sales.

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