Lo que he escuchado contar a otras personas con respecto a este asunto puede estar influenciado por decepciones o por una reiterativa amargura en ese terreno, así que puede que quien lo cuente tenga “su” razón, pero tal vez no tenga la ecuanimidad suficiente para verlo con la objetividad necesaria.
Cuando uno espera algo de los otros, y ese algo no llega a cumplirse, o no cubre las expectativas previstas, tiende a sentirse decepcionado. En muchos casos, cuando aparentamos ser generosos resulta que no lo somos tanto, y puede ser que cualquier cosa que hagamos por otro lleve escondido subliminalmente el deseo de reciprocidad. “Yo te doy –desinteresadamente, o por lo menos esa es la apariencia-, pero, en el fondo, aunque no lo quiera reconocer, estoy esperando algo a cambio”. Y hay que estar muy atengo a que no sea ese el auténtico motivo de nuestra “generosidad”. La generosidad es una entrega a cambio de nada. Porque si fuera a cambio de algo, dejaría de llamarse así y habría que denominarlo como “inversión”. Cuando uno carece de amor propio, y por tanto no es capaz de dárselo y de reconocerse en su grandeza, necesita que alguien de fuera le “halague”, le haga ver lo “bueno y desinteresado” que es. Uno espera que el otro le dé las gracias, aunque le contestará: “bah, no es nada…” O espera -y esto es aún más ambicioso-, que sea el propio Dios quien se lo agradezca reservándole plaza en el Cielo. Es muy interesante revisarse uno mismo en sus actos caritativos para ver dónde nace esa generosidad, si es realmente desinteresada, o qué es lo que estamos disfrazando con ello. Por eso es interesante no esperar nada de los otros, porque de ese modo cualquier cosa que se reciba, si es que se recibe algo, será muy agradable y bien venida. “Desilusionar”, es perder las ilusiones. Hay que tener en cuenta que cuando uno se hace “ilusiones” (ILUSIÓN: Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos) no hay ninguna garantía de que eso se llegue a hacer realidad. Y que “el otro” no sabe de nuestras ilusiones, ni se ha comprometido en satisfacerlas, así que si nos desilusionamos es un asunto nuestro. Nos hemos desilusionado nosotros. No nos ha desilusionado el otro. Los otros no nos desilusionan, la desilusión es SIEMPRE un asunto nuestro, y saber esto nos evitará entrar en un estado desagradable del que es complicado salir, y nos evitará el error de echar la culpa al otro de algo en lo es inocente. No basta sólo con tener ilusiones. Hay que colaborar para que se conviertan en realidad. Tener ilusiones está muy bien, siempre y cuando tengamos claro que son simplemente ilusiones. Fantasías. Imaginaciones. Pasarlas al mundo de la realidad es nuestra tarea y es una insensatez pretender que sea el otro, o el destino, quienes hagan nuestra tarea. Si deseamos algo del otro, hay que pedírselo con claridad. Si queremos algo de la vida, hay que esforzarse para conseguirlo y no esperar que sea ella la que haga todo el trabajo.
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